miércoles, 19 de noviembre de 2008

Miguel Ocampo sus pinturas y La Cumbre su lugar en el mundo







La Cumbre

No es difícil adivinar que la figura bohemia mezcla de Borges y el Cura Brochero, que cruza un matorral descuidado entre su taller y la sala de exposiciones es la del eximio pintor Miguel Ocampo.
Es que al hombre ya ha superado los 80 años, y se ha cansado de deambular por diversos puntos del planeta donde aún se exhiben sus obras, y poco le interesa dialogar con los periodistas y menos aún vestir elegantes ropajes, algo cotidiano y exigente de la sociedad donde proviene.
El bastón, también poco elegante parece marcarle el paso y transformarse en su fiel compañero que a la hora de la foto prefiere ocultar, como un molino a su ala más dañada.
Ocampo contempla a un distancia prudencial una de sus obras, esa que vio nacer en lo más profundo de su ser; y que su mano y su brocha la malearon como la naturaleza a un quebracho. ¿Qué querrá ver de lejos algo que labró tan de cerca?.
Satisfecho, despeinado, apoyado en su bastón, flamea su mano derecha y expresa que es una de sus obras preferidas a la vez que advierte que es muy malo titulando y que a lo mejor el título no tiene nada que ver con lo que de ella se desprende. “En una formalidad. Nunca fui bueno titulando” sonríe con cierta autocrítica.
Miguel Ocampo nació en la ciudad Buenos Aires en 1922 y proviene de una familia aristocrática.
“Viví en el campo. Cuando tenía 9 años participé de un concurso de dibujos. No se porqué lo hice ni quién me inscribió. Lo cierto es que dibujé un paisaje muy particular. No se si era mejor de lo que habían dibujado el resto de los chicos, pero Gabriel Güiraldes, primo de Ricardo Güiraldes (Autor del Segundo Sombra) era uno de los jurados y eligió mi trabajo….Creo que esos fueron mis comienzos” recalca el artista.
Los padres de Miguel Ocampo no veían con buenos ojos el hecho que su hijo intentara incursionar en el mundo de la cultura y todos los caminos lo condujeron a la facultad donde estudió arquitectura graduándose en 1947.
“Yo siempre continué pintando y estoy seguro que mis estudios de arquitectura no influyeron para nada en mis obras” destaca.
En París, en 1950, realiza su primera muestra individual. “ Fue gracias a unos amigos del medio que me hicieron los contactos necesarios. De allí pase a España e Italia”.
De regreso a la República Argentina desempeña el cargo de Consejero Cultural en la Embajada Argentina.
Ocampo, tiene más de 80, pero eso no le impide pertenecer al grupo de “Artistas Modernos” del país. Las líneas, las curvas, los espirales muchas luces y otro tanto de sombras destacan su preferencia.
“ Los críticos denominan a mis obras como “Puntillismo” porque nacen de un punto y de allí se desarrollan con varios colores. Creo que las tengo internalizadas pero no se si el final de cada una de ellas es lo que realmente tenía en mi interior” reflexiona y vuelve a internase en el azul que fluctúa a medida que el punto mágico e inicial se le aproxima. Es casi una fotografía de una galaxia perdida; pero no lo es, es lo que él quiso que sea pero tampoco lo que dice el título.
Ésa como cada pintura que hay en exposición cuidadosamente seleccionadas, no le escapa a los fuertes y débiles colores que se entremezclan para luego separarse y dar las formas geométricas que caracterizan al autor.
“Pinte muchos paisajes, pero prefiero lo abstracto” vuelve a reflexionar antes de dar paso a otro ambiente de su salón de exposiciones permanentes.
Miguel Ocampo no habla de su familia, es como un tesoro guardado. Por otros medios sabemos que al menos se caso en dos oportunidades y que tiene tres hijas.
También sabemos que las tres son del primer matrimonio con la escritora Elvira Orphée.


El mundo

El mundo para Miguel Ocampo asoma tras un ventanal de una antigua casona inglesa construida a los primeros años del siglo pasado. Los primeros rayos de sol rompen la cresta de Los Gigantes y aclaran el verdor de la cancha de golf que también espía su ventana. Una calle de tierra la circunda, por esa donde transitaba “Manucho” Mujica Lainez cada vez que abandonaba “El Paraíso” para apaciguar su espíritu y liberarlo de tanto vocablos tirados al papel.
Se siente un privilegiado pero no lo dice. Tal vez su obra preferida haya sido inspirada en los diversos azules que muge el cerro cada vez que la atmósfera está límpida y los amarillos, en los aromos en flor, que besan los cercos vecinos.
Pero Miguel Ocampo no es escritor, es pintor y así lo expresa
Es el Picasso de la paz. En su interior no tiene un Guernica ni en su retina una catástrofe. Es un hombre feliz en el lugar que eligió ser feliz; En La Cumbre.


Críticos
Más entusiasta, el crítico de Point de Vue, nos dice que el pintor argentino a los 24 años obtiene por momentos una madurez sorprendente y compara a sus figuras con vitrales.
En el France Journal de Buenos Aires, se registra el evento y se agrega un comentario recibido por cable donde se reclama a Ocampo para L´Ecole de París (inteligente costumbre de la gran capital del arte) agregándose que que estilo es muy personal y que transparenta las armonías formales que cada artosta lleva adentro de sí naturalmente.
"Si quieres llegar", alguien dijo, "a estatura colosal, aprende a pararte sobre los hombros de los colosos", y no hay duda de que Ocampo había elegido bien a los colosos.
El empaste sin dejar de ser moderado, va añadiendo toques de pincel qiue apuntan a una nueva dimensión, la que ya Petorutti hasbía señalado como fuente principal del misterio plástico: la presencia de la luz.
Verde Musgo. Oleo, 100 x 70 cm.
Bs. As.,1953 .
La crítica de La Nación le es favorable anotando algunas reticencias: "Los dibujos nos informan de su debilidad; hay en ellos una tendencia a la adeformaciópn caricaturesca", de cuya buena fe duda el crítico.
No comparto la observación, simplemente la anoto como dato interesante.
"En cambio", continúa el mismo exégeta, "nos ponen en contacto con una personalidad de singular frescura atraída por lo nuevo( cosa por lo ciero laudable) pero fiel a si misma . El común denominador de su obra pictórica parece ser un don poético fino, adentrado..."
"Pintor vigoroso y tierno, poeta de la belleza humana."
Me importa y mucho subrayar la observación de Descargues de haber visto con claridad los aspectos inéditos de la sensibilidad de su prolongado, y que demasiado a menudo resultan más evidentes para los ojos extraños que para los nuestros. No se niegan las influencias, pero se ubica con justeza aquello que de intransferible tienen estos trabajos y que sin duda pertenecen a ese subconsciente de Ocampo que plasmó su alma de niño y de joven, cuando pintaba aquellos caballos pampeanos, aquellas formas "engamadas en verde", a través de las cuales asomará cada vez más la pampa de los campos que frecuentó en su infancia y por lo que nunca perdería una relación de familiaridad con ellos.

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